Ilustración para el cuento El mensaje de las mariposas. Año 2016.
El
GRAN ÁRBOL
“Vengo como un niño Ámbar para compartir que todos los
seres estamos profundamente conectados a los árboles de la Tierra. Tenemos dones de sanación de sus células y regenerar todos los sistemas del cuerpo humano
para que fluyan con la fuerza de vida, la vitalidad y el poder”.
Los Niños Ámbar.
Desde
la copa del gran pino, Diego podía ver el extenso paisaje que lo rodeaba. Sintiéndose
feliz de estar allí, pensaba en lo que se perdió durante todo este tiempo. Lleno
de alegría, dio un salto y resbaló. Los niños se asustaron al verlo
trastabillar. Por suerte, pudo agarrarse de una rama para no caer. Sin embargo,
el peso de su cuerpo lo vencía y Ámbar gritó al ver que las manos del niño se
soltaban y caía estrepitosamente.
Ámbar
vivía con sus padres hippies, un poco retirados de la ciudad, como a cien
kilómetros de distancia. Su familia era dueña de una zona campestre que se
hallaba en medio de la naturaleza. Bordeados por un arroyo cristalino y rodeado
de altas montañas, sus papás, habían decidido establecerse allí. El lugar era
maravilloso, construyeron un bonito hotel, varios bungalós, un lago artificial
con botes para navegar, espacios de esparcimiento para jugar a la pelota, las
escondidas o simplemente descansar para disfrutar de los rayos del sol, zonas
de camping y parrillas para degustar las delicias del mercado orgánico del
lugar. La familia amaba tanto su nuevo hogar que lo bautizó con el nombre de Paraíso.
Ámbar
crecía vigorosa y alegremente en Paraíso. Desde muy temprana edad, la niña
gozaba de buena salud y excelente buen humor. Ella aprendió allí a dar sus
primeros pasos en el gran jardín del hotel. Un pie primero y luego el otro, y ¡pum!,
caía, no se levantaba, se quedaba sentada, tocando con sus manitos, la textura
del fresco y verde pasto. La niña lo observaba todo: desde una fila de hormigas
llevando sus alimentos, hasta mariposas multicolores volando muy cerca de ella.
A
la edad de nueve años, la niña de rubios cabellos ensortijados, asistía a la
escuela del pueblo. En las tardes, después de terminar los deberes, se sentaba
en una gran piedra junto al afluente, remojando sus pequeños pies en el agua cristalina.
Disfrutaba también, dibujar la naturaleza mientras escuchaba el agua correr, el
canto de las avecillas y las hojas de los árboles que danzaban impulsadas por
el viento que soplaba. De repente, escuchó su nombre desde lejos, era su madre
que la llamaba para tomar la merienda, jugo de frutas con galletitas. Sacó los
pies del agua, agarró su libreta de dibujos corrió hacia la cabaña.
–¿Dónde
estabas hija?, ¿en el arroyo? –preguntó adivinando su madre.
–Sí,
mami –sonrió la pequeña.
La
niña, pidió a su mamá una libreta nueva, pues la que tenía, no le quedaba hojas
para seguir dibujando.
–Claro,
hija, mañana iré al pueblo, le pediré a Don Eusebio que me dé un par. Veo que
te gusta mucho dibujar, ¡ah!, también compraré algunos lápices de colores, ¿qué
te parece?
–¡Ggracias!
–respondió la niña llena de felicidad.
Llegó
el fin de semana largo y Paraíso esperaba el arribo de cientos de visitantes.
Cinco familias con varios niños de la edad de Ámbar, rentaron algunas cabañas
de la propiedad. Ella, se hizo rápidamente amiga de ellos. Pero, había un niño
llamado Diego a quien no le gustaba participar. De apariencia delgada, cabellos
negros, tez pálida y mirada taciturna, el niño protestaba encontrarse allí, sólo
conseguía entretenerse con los juegos electrónicos, sus padres le prohibieron
llevarlos al campo. Para remediarlo, planearon el viaje a Paraíso y darle a su
hijo otra perspectiva de vida. Unos días en el campo, fomentaría al niño a relacionarse
con otros de su misma edad olvidando por un tiempo sus videos juegos.
Los
niños del grupo se entretenían navegando, trepándose a los árboles, haciendo
carreritas entre ellos. Ámbar vio que Diego se alejaba del grupo, lo siguió sin
que se diera cuenta para saber por qué era tan solitario. El niño llegó al riachuelo,
se paró sobre una gran piedra plana; allí empezó a lanzar piedritas a la
corriente con mucha furia. La curiosa niña se sentó en posición de loto, cerró los
ojos juntando sus manos. De repente, el niño malhumorado escuchó que respiraban
fuertemente detrás de él.
–¿Qué
estás haciendo allí? –preguntó Diego que giró a verla.
–Practicando
yoga –contesta Ámbar.
–¿Qué
es eso?
–Es
un método de respiración, mis padres me lo enseñaron desde los cinco años.
–¿Para
qué sirve?
–Para
conectarme con la energía de la naturaleza, energizar mi cuerpo, estar en paz y
en armonía; a ti te vendría bien.
Diego
pensaba que esa niña estaba completamente loca y empezó a reír a carcajadas.
–¡Qué
cosas dices! –dijo Diego con dificultad por la risa que le impedía hablar.
–Bueno,
al menos veo que sabes reírte –contestó Ámbar irónicamente.
–¡No
sé qué hago aquí, desearía estar solo y que me dejen en paz! –protestó el niño.
–Aquí
hay muchas cosas para hacer, los demás niños están realizando una competencia y
ver quién llega a la copa del gran árbol. ¡Me imagino que tú podrías hacerlo!
¿O no? –lo retó.
–¡Claro
que sí puedo!, pero no quiero hacerlo, me parece un juego estúpido y aburrido.
En
eso, llegó Nicolás, un niño del grupo familiar, que al darse cuenta de que
Ámbar no estaba con ellos salió a buscarla.
–¿Está
todo bien? –preguntó Nico.
–Sí,
lo he invitado a subir al árbol con ustedes.
–¡Hmm…!
–murmuró el niño –no creo que tenga la fuerza para hacerlo.
Al
escuchar esto, Diego se sintió ofendido y aceptó el reto.
–¡Claro
que puedo subir al árbol, ya verán, les ganaré a todos ustedes!
Los
tres niños se dirigieron hacia el bosque para incorporarse a la competencia.
Ámbar, los observaría desde abajo, ella estaba algo preocupada, temía que su
nuevo amigo se lastimara durante la carrera.
Uno
por uno iban subiendo, habían un par de niños arriba, tratando de llegar a lo
más alto. Diego que iba detrás de ellos, ponía su mejor esfuerzo. De repente,
nadie podía creer lo que veían, el pálido niño, empezó a subir rápidamente por
las ramas, con todas sus fuerzas, llegando primero que todos, él, ganó la
competencia. Los niños lo felicitaron y empezaron a descender a tierra firme, pero
él se quedó unos minutos más, contemplando el maravilloso paisaje que lo
rodeaba, sintiendo el viento soplar y la energía del viejo pino que lo nutría
por completo.
Luego
de un par de horas, Diego despertó, había perdido el conocimiento. El niño no
entendía nada. Recostado en la cama, abrió los ojos mirando al techo, se
preguntaba dónde estaba. De pronto sintió que su brazo estaba vendado, giró la
cabeza y vio que Ámbar colocaba su mano sobre él.
–¿Qué
me pasó? –preguntó el niño.
–¡Despertaste,
al fin! Saltaste de alegría luego de ganar la competencia que resbalaste de la rama
del árbol, cayendo a toda velocidad –contestó su amiga.
Sus
padres y amigos se alegraron mucho al escucharlo hablar, pues esperaron
angustiados durante esas dos horas interminables para verlo reaccionar. Diego
tenía la cara y el cuerpo raspados por las ramas del viejo pino, sus heridas
tardarían un poco cicatrizar.
–¡Nos
engañaste a todos, sí sabías trepar a los árboles! –bromeó Nico.
Al
día siguiente, antes de regresar a la ciudad, Diego caminó lentamente hacia el
gran árbol para despedirse de su nueva amiga, Ámbar, que lo esperaba allí; ambos
niños abrazaron el viejo pino, agradecieron la estadía y las nuevas amistades
obtenidas. El niño no olvidaría nunca aquella experiencia en la copa del árbol,
cambiándolo por completo; ambos amigos estaban conectados con el espíritu de la
tierra.
FIN.
Karina Bendezú/2106.
Comentarios